JUAN JACOBO HERNÁNDEZ

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MARCAR LA DIFERENCIA DEPENDE DE CÓMO SE RESPONDE A LAS NECESIDADES DE UNA COMUNIDAD DESDE ADENTRO, CON CONOCIMIENTO DE CAUSA.
Foto: iEve González | MUAH: Blanca Peña / ArtProMakeup | Styling: Ricci Fuentes

Soy Jacobo Hernández Chávez y soy director de Colectivo Sol, una organización fundada en el 81, después de que se disuelve el FAR, el Frente Homosexual de Acción Revolucionaria, que duró del 78 al 81. Sol es el único colectivo que pervive de esa época después de tantos años.

Dixpa- Te tocó vivir desde la primera línea toda la conmoción inicial que hubo alrededor del VIH y cómo afectó a la comunidad LGBT+. Hoy les toca a las nuevas generaciones enfrentarse con nuevas epidemias, tal como ocurrió recientemente con la viruela símica. En tu opinión, ¿Cuál es el panorama de los activismos nacionales en la actualidad?

JHC- Los activismos que conozco empezaron en la década de los 70, cuando todas las posturas particulares eran nombradas activismos gais o sólo militancias homosexuales. Esto a pesar de que las acciones de los primeros colectivos incluían hombres gais, lesbianas, travestis y demás integrantes de nuestra comunidad que crearon un parteaguas histórico, tanto en nuestro país como en el mundo en lo que se refiere a los movimientos sexo políticos LGBT+. La primera parte de la lucha social estuvo en cultivar y crear autoconciencia y liberación, en comunicar y pelear por nuestra necesidad de ser libres. Entonces, bueno, volviendo a la pregunta, el activismo donde yo milité luchaba por rescatar la dignidad de las personas. A ver: digamos que era básico. De “respétame porque yo no tengo los mismos derechos ciudadanos que tú y ya no quiero que me agredas. Ya no quiero tus insultos”. Sería hasta la década de los ochenta, con la llegada de la epidemia de VIH, cuando cambió el curso y la progresión de derechos, visibilidad, conciencia y demandas que teníamos. Esa época se convirtió en un remolino para el cual no estábamos preparados y dentro del cual tampoco pudimos entender la importancia potencial de los grupos activistas porque, más bien, estábamos perdidos en disputas internas.

Estábamos aprendiendo a hacer sexo-política todavía. Nos tomó tiempo entender que cada parte del cuerpo y cada expresión podía ser política y tenía su potencial, sus luchas: sus posibilidades. Por ejemplo, las mujeres fueron de las primeras personas en gestar sus protestas incluyendo el género, la sexualidad y las orientaciones como fundamentos para la sexo-política, así como los afroamericanos lo hicieron a partir del color de su piel, los jipis a partir de enfrentarse o mellar grupos e ideologías tradicionales. En fin: todo movimiento tiene su relación corporal necesaria y habrá consignas y luchas que morirán pronto, pero eso no es nada malo: pasa como con las flores de un árbol que no da fruto, pero que se llena de colores vibrantes o como con las plantas que no dan flor, pero sí frutos de diversos tamaños. Los activismos se bifurcan y se abren en muchos sentidos, aunque existan algunos más apegados a los clásicos, más afines a ciertas ideologías o, en ciertos casos, a ciertos partidos políticos que se ungen con ciertas propuestas. Tenemos la fortuna de que existan nuevas militancias y empujes: como pasa con el movimiento transgénero o lo que muchas organizaciones, muchos grupos y muchos colectivos hacen en sus poblaciones, sus ciudades medianas o pequeñas y que nadie pela porque se encuentran fuera de los centros urbanos principales. Son luchas donde las organizaciones y los partidos políticos centralistas no encuentran ninguna magia ni importancia: no les ha caído el veinte de lo necesario que es atender al enorme porcentaje de personas LGBT+ que vive en los márgenes.

No hay interés, preocupación, empatía ni conciencia de clase mientras yo tenga mi iPhone, mientras esté en OnlyFans, mientras vaya al cuarto oscuro, mientras, mientras y mientras: el mundo les vale madres. El foco lo tienen otras militancias donde grupos jóvenes, casi todes clasemedieros y blancos, promueven iniciativas aparatosas sin ninguna profundidad. Son como hongos sin raíz: hermosísimos cuando florecen, cuando tienen agua, pero apenas no tienen se los lleva la chingada. Por fortuna y por desgracia, este tipo de militancias ocurren especialmente entre grupos homosexuales que no proponen ni se incluyen en ningún movimiento, no tienen diálogos abiertos entre líderes y buscan imponerse porque tienen recursos, porque quieren visibilidad y se toman la foto con la senadora X, con el embajador Y, con la celebridad Z. Piensan que eso es lo que les da valor y no el trabajo que hacen con y para la comunidad a la que representan: es glamour ostentoso y ofensivo, si me lo preguntas. El activismo de VIH, creo, es el que más se ha salvado de todas esas cosas: es el que más cerca ha estado de las comunidades, el que más conexión e interacción tuvo y tiene con la gente conforme la enfermedad deteriora o mata. Esa cercanía te da un sentido de realidad que no te da ningún otro acercamiento, ningún otro wishiwasheo de militancia. Los movimientos alrededor del VIH son una cosa que logró cambiar muchísimas percepciones que se tenían sobre la enfermedad, homosexualidad y estigmas en un tiempo relativamente corto.

D- ¿Cuál dirías que es la diferencia entre un tipo de activismo que ve por el bien común y uno que no lo hace?

JHC – La idea y la disposición de la gente para hacer algo por sí misma y por sus pares, por educar, por crear un tipo de militancia donde todo sale de la buena fe, de las buenas o no tan buenas intenciones de quienes se suben al barco: la diferencia está en que una genera movimiento y otra no. Tú vete a cualquier estado de la república y encuentras grupos que no tienen la menor relación ni idea de figuras LGBT+ conocidas o famosas y son felices y hacen sus cosas y gestionan sus luchas sin achicarse. Lo que distingue una de otra es como logran visibilidad, cómo procuran a quienes integran los movimientos o qué hacen con sus herramientas, cómo educan a la gente de la comunidad y cambian mentalidades, cómo inciden de maneras muchísimo más eficaces que otras locas pederas, pretenciosas y bien pagadas. Marcar la diferencia depende de cómo se responde a las necesidades de una comunidad desde adentro, con conocimiento de causa, y no sólo diciendo “yo, como soy muy educada y muy académica, muy preparada, voy a hacer tu proyecto: yo te voy a decir a ti cómo tienes que hacer las cosas porque soy la que estudió y, como no te conozco ni te voy a preguntar, tienes que seguir mis instrucciones”.

Hay muchos ejemplos de personas disidentes en zonas totalmente conservadoras que organizan fiestas y hacen esto o lo otro, que convocan a marchas y las facilitan o dirigen porque tiene muy buenas relaciones con el municipio, porque conocen a todas las loquitas, porque buscan, porque la prensa les sigue.

Capitalizan los elementos a su disposición y hay movilizaciones de consignas, pero pareciera que nadie les ve fuera de sus regiones. Aun así, se valen con sus medios: nadie les da dinero y hacen rifas, hacen bailes, rifan hombres para sacar lo de las banderas o cualquier cosa. O sea, hay una gran movilización comunitaria que está oculta y es hasta mal vista por todas estas divas divines y justo lo que hace mucha falta es eso: organizaciones y organizadores con conciencia de clase, con sentido comunitario. Deberíamos hacer un balance del abandono en el que están la mayoría de los estados por parte de las militancias y reimaginar cómo pudiera potenciarse toda su riqueza y compromiso, porque lo necesario es eso. Los partidos políticos y las propias organizaciones ignoran que el INEGI mismo señala que el 50% de  la población vive en pobreza y de ese 50 el 10 o 12% vive en pobreza extrema, entonces ¿Cuánta gente de la Comunidad LGBT+ no vivirá en esas condiciones de precariedad? Las personas mejor posicionadas para atender estos problemas son las que están dispersas por el país y actúan por voluntad propia, que han vivido en carne propia estos ambientes opresivos durante tantos años. Ellas hacen sus marchas por eso: porque quieren un trato digno, porque quieren felicidad y prosperidad, porque quieren terminar con los maltratos, porque quieren inclusión. No lo hacen sólo porque ya es junio y toca desfilar ni porque les invitaron a subirse al desfile de ésta o aquella figura política. Está bien que se busque ocupar los espacios creados en donde sea, pero mi crítica ante eso sería que ojalá no se ocuparan los espacios de manera tan neoliberal.

Por ejemplo, las personas se postulan a una diputación porque van a ganar 85 mil pesos y, a su vez, participarán en cuatro comisiones que van a dejarles otros 80 mil lo hacen por conveniencia, no por propuesta. Voy a tener a los padrotes que quiera, piensan, voy a salir en la prensa y voy a figurar. El problema está en que hacen su camino hasta la silla para figurar, no para servir.

D- Siguiendo un poquito más con estas diferencias que abordas, ¿podrías darnos algunos ejemplos de cómo o cuándo se desempeña un buen papel en la política y cuándo no?

JHC- Hay gente interesada y gente seria dentro de esos círculos, pero esta última es la menos. La mayoría son impresentables y son un síntoma: un mal derivado de la imposición, de la estrategia de ocupar todos los espacios en la política sin tener en cuenta la voz del pueblo ni alimentar una carrera política desde cero. Sólo es gente puesta en la silla por dedazo a quienes disfrazan para darnos la ilusión de que ya están para el trabajo, cuando la realidad es que la mayoría vive sin idea de qué hacer. Aunque haya gente con más nociones políticas entre toda la pléyade de gays, lesbianas, trans y demás poblaciones de la comunidad LGBT+ política y politizada del país, la realidad es que se necesita un cambio.

Dentro de lo positivo, puedo decir que estamos aprendiendo a la mala, pero bien podríamos aprender a la buena con una visión más estratégica de propuestas, candidaturas y beneficios para el pueblo. Recientemente, hubo una iniciativa de una escuelita para intentar definir qué hace a un buen candidato, pero ¡no mamen! Traían una metodología entre canadiense y norteamericana que les funciona allá, pero porque allá tienen otros tipos de interacción, otros tipos de de espacios para educarse, para formarse. Trajeron eso artificialmente para presentarlo y, bueno, lo ves y bien fácil dices “está muy bien”, pero ¡por Dios! No puedes transportar ni transferir automáticamente los modelos y realidades de un país a otro. Hace eso sólo resulta en llamaradas de petate, en iniciativas o candidaturas que no cuajan y sólo llegan a las migajonas: gente con más cancha, más poder, normalmente más blanquitas, más decentes, más educadas y profesionales.

Aun si me frustra mucho el devenir de los activismos, todavía hay otras militancias, otras líneas orientadas hacia la producción cultural, por ejemplo, y ese es el tipo de activistas que a mí más me atraen: son esos activistas creadores, escritores, pintores, músicos, bailarines, poetas, teatreros. Hay una riqueza impresionante en estas actividades de carácter cultural y los movimientos que traen promueven modelos de acción súper eficaces.

D- También, conforme pasó el tiempo, parece que el andar de los activismos terminó chocando, independientemente de la causa de fondo, con temas como el racismo.

JHC- ¡Ah, bueno! Pero es que eso estaba ahí desde antes. Lo que es el racismo y el clasismo son piedras fundaciones de nuestros sistemas de pensamiento y acción. Se puede ver un poco en la descripción que te daba de estos activismos no reconocidos, pues son activismos descritos o desprestigiados bajo el entendido de ser “nacos” o de ser “activismos de las gatas” para los grupos de poder y los que tienen más presencia en los discursos sociales. Un gran, gran porcentaje de la comunidad LGBT+, yo incluido, tenemos conductas, ideas y acciones muy, muy racistas y seguido usamos expresiones normalizadas al interior del colectivo gay, por ejemplo, para hablar de otros hombres homosexuales por su color de su piel, por cómo se visten, por cómo hablan, por cuánto dinero tienen. Desde “¡Ay, cómo te juntas con esa fea!” a “¡Ay, pinche anciana!” Son problemas que están ahí, vivitos y coleando, pero eso sí: bien que se van a buscar al “morenito”, al “chacalón” para que les dé su “buena verga”.

Te habla de una hipocresía impresionante que, por desgracia, forma parte de un sistema muy arraigado y contra el cual es muy difícil luchar. La mejor manera de ilustrarlo me parece que es como si fuéramos salmones siempre nadando a contracorriente y, ahí acechándonos, también están los osos listos para chingarte apenas  des tu primer salto. O también está la imagen más tradicional del montón de cangrejos en una cubeta donde ninguno puede subir porque el otro se lo impide. Son alegorías para hablar de cómo por mezquindades mantenemos vivo a un sistema donde se privilegia lo individual, donde todo está dado para que sólo una persona sea la chingona de la comarca y que deben valer madres los cadáveres de aquellas sobre quienes tocó pasar para llegar ahí. Por eso es necesario romper con las inercias: claro que es difícil y claro que esa suele ser la principal razón por la cual los militantes con más colmillo provienen de poblaciones más precarizadas, además de que siempre son los militantes más intransigentes y más politizados sin necesidad de pertenecer a ningún partido. Son gente que ha sufrido un chingo de cosas, pero con las cuales hace falta más unión, más empatía de parte de quienes crecen con muchísimos más privilegios.

D- También, en este sentido valdría la pena preguntarte: ¿el activismo se volvió más un asunto ideológico?

JHC- En realidad, sí, porque ahora privilegias los manteles verdes o las reuniones en petit comité con grandes lumbreras antes de ir a la calle. Pero te digo: el movimiento trans todavía tiene eso de tomar las calles. No se han olvidado de ello y ahora ya tienen varios estratos que abarcan la calle, los estratos más intermedios y las altas cúpulas. O sea, es un movimiento muy rico, con lideresas reconocidas en todos los ámbitos y tienen intelectuales, académicas, creadoras, militantes de rompe y rasga, tienen performers, en fin. Al movimiento trans: mis respetos. Están moviendo a su comunidad sin abandonar los temas comunitarios y han empezado a ocupar otros espacios, abriendo las posibilidades de mucha gente y educando con acción clara.

D- ¿Cuál dirías que es el camino hacia reconectar el cuerpo con la ideología? ¿Qué pasos deberíamos tomar?

JHC- No puedes pretender hacer una movilización eficaz y efectiva nada más basada en la buena voluntad porque dura lo que dura el entusiasmo: tres minutos, dos segundos o no sé y después se olvida. Y es igual en todo y con cualquier grupo o colectivo, no nada más entre los de la comunidad. La principal desconexión sucede a partir de la inmediatez y lo efímero, lo volátil de todo hoy día y la búsqueda inacabable para reemplazarlo. Somos víctimas de una carrera por participar en el consumo con todas sus letras y todas sus formas. Un ejercicio necesario diría que es no olvidar que las palabras siempre son parte de los cuerpos, así como también que los cuerpos necesitan movimiento: necesitan catarsis. No importa si es en un cuarto oscuro o una orgía, hay que ejercer la sexualidad y ser felices, pero cuidando no perdernos en el egoísmo, en procurarnos placer sólo por hacerlo. No por nada las luchas en Líbano, México, Brasil, en Estados Unidos o Asia parecen frutos del mismo árbol en lugar de ser representativas o mostrar las diferencias de la zona donde ocurren. Es un subproducto del consumismo más abyecto: es el gusto por el mismo calzón, por los treinta pares de zapatos, los seis perfumes carísimos, el iPhone de última y todo sacado a crédito. El chiste está en no dejarse apantallar por toda esta humareda del consumismo y el neoliberalismo para hallar piso en medio de la bruma.

D- Estás próximo a publicar el libro Locabulario. ¿De qué trata y por qué decidiste hablar de esto?

JHC- Es un enfrentamiento, un análisis y una descripción de los lazos que hay entre lenguaje y opresión. Hay distintas maneras de abordarlo, entre las que invitamos a Javier Lizárraga: un antropólogo, lingüista y militante homosexual con una visión muy interesante, muy crítica e inteligente de todo lo que significa el lenguaje de la opresión, las palabras ofensivas migratorias insultantes. Podríamos decir que sus intervenciones tienen un enfoque académicolingüístico, pero discutido desde la militancia. Luego tenemos al escritor y maestro de literatura Antonio Márquez, también prolijo en sus producciones y que también hace un análisis muy interesante sobre todo un corpus de palabras denigrantes, al igual que Diego de Villalobos. Está también la aportación de Antonio Bertrand Rodríguez, quien aborda el tema desde una perspectiva periodística a pie de calle para revisar el tema de las palabras de la opresión y luego un apartado hecho por Jaime Cobián, quien nos permitió utilizar una compilación, casi un diccionario, de palabras denigrantes con presencia histórica a lo largo de varios años. Es un libro que espero sea polémico: no somos políticamente correctos al utilizar nuestro lenguaje y estamos reconociendo nuevas realidades y plasmándolas. Espero sea un libro que la gente disfrute, aprenda y lea.